Colombia tiene un nuevo acuerdo de paz, pero ¿se mantendrá?

Cuando, tras cuatro años de negociaciones entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC, el acuerdo de paz del 26 de septiembre fue rechazado por un plebiscito, muchos temieron que la promesa de paz se perdiera definitivamente.

Pero el gobierno ha conseguido un segundo acuerdo renegociado que fue aprobado por el Senado en una maratoniana sesión de 13 horas el 29 de noviembre.

Ahora el país parece estar a punto de poner fin a sus 52 años de guerra civil, si los saboteadores políticos lo permiten.

El acuerdo de septiembre del presidente Juan Manuel Santos con las FARC fue desbaratado por una exitosa campaña de desinformación que lo acusaba de entregar Colombia a la guerrilla y convertirla en un país comunista.

La oposición, liderada por el ex presidente derechista Álvaro Uribe, consideró que el proceso de paz había marginado su programa, que concebía la paz como el triunfo del vencedor y no como un compromiso entre las facciones. El bajo índice de aprobación de Santos agravó el problema, al igual que el denso documento de 297 páginas, que los ciudadanos tuvieron dificultades para entender y verificar.

El gobierno aprovechó el rechazo y el consiguiente periodo de renegociación para ampliar el apoyo público a la paz y responder a las preocupaciones de quienes desconfiaban del acuerdo. Esto es un buen augurio para el nuevo acuerdo de Colombia. También lo es el hecho de que el bando de Uribe haya participado en la renegociación, aunque los uribistas abandonaron el Senado durante la votación de aprobación.

El nuevo acuerdo incorpora varios cambios que señalan compromisos clave tanto de las FARC como del gobierno.

Novedades: cinco cambios clave

Una de las cuestiones más polémicas que llevó a algunos colombianos, en particular a los cristianos evangélicos, a votar en contra en octubre fue el uso de la «perspectiva de género». Los conservadores religiosos afirmaron que el acuerdo incorporaba una agenda oculta pro-LGBTI que redefiniría la orientación sexual y privaría de derechos a los heterosexuales.

Dado que el término «género» se consideró un ataque encubierto a la religión, el nuevo acuerdo utiliza un lenguaje más preciso para especificar que las mujeres y las minorías víctimas del conflicto deben recibir una atención especial. También incluye un compromiso explícito con la libertad de religión en Colombia (un principio consagrado en la Constitución).

El nuevo acuerdo aborda una serie de críticas en torno a la responsabilidad, el poder y la impunidad en la Colombia del posconflicto, retos habituales para los países que aplican la justicia transicional, que deben compaginar la justicia con la legitimidad, el apoyo público, las reparaciones y la consolidación de la paz.

En el acuerdo, se acorta la duración del proceso de justicia establecido para juzgar los crímenes de guerra, se limitan sus implicaciones en la Constitución y se obliga a las FARC a ayudar a reembolsar económicamente a las víctimas. Incluso Human Rights Watch, un controvertido opositor al primer acuerdo, ha acogido estos cambios.

Además, los temores dentro del Ejército de que el Estado estuviera cediendo su autoridad a las tropas de las FARC se han disipado a medida que el gobierno ha invertido tiempo en explicar el acuerdo y sus implicaciones para los soldados.

Para aliviar la preocupación de que un acuerdo de paz con los comunistas, como son las FARC, erosione el derecho a la propiedad privada, el nuevo acuerdo afirma explícitamente el derecho a tener propiedades y tierras.

En una disposición totalmente nueva, los bienes de las FARC ayudarán a financiar la reparación y restitución de las víctimas del conflicto armado. Este es un logro significativo que surgió de la oposición al acuerdo inicial.

El comercio de drogas ilícitas, que contribuyó a alimentar la guerra en Colombia, fue otra fuente de desacuerdo en el acuerdo original. Los uribistas exigían una mayor transparencia a las FARC en cuanto a su papel en el cultivo de coca y el tráfico de cocaína. Ahora, todas las partes deben proporcionar «información exhaustiva y detallada» sobre su relación con la producción y venta de drogas. Todavía no está claro qué significa esto en la práctica.

Por último, el acuerdo inicial pretendía vincularse a la Constitución colombiana, casi como una enmienda, garantizando el cumplimiento de sus compromisos. Debido a que la oposición presentó esta estrategia como una reforma constitucional sin fundamento, el nuevo acuerdo tendrá implicaciones constitucionales mucho más limitadas.

La paz en la campaña presidencial

En el último mes y medio, sólo un elemento del acuerdo con las FARC no fue adaptado, aclarado o modificado: permitir que los miembros desmilitarizados de las FARC participen en política. Esto señala claramente que el objetivo del proceso de paz en Colombia es, y seguirá siendo, transformar un grupo armado en un movimiento político que canalice sus reivindicaciones a través del sistema democrático y no con la violencia.

Los compromisos críticos, el aumento de la participación ciudadana y la ratificación del Congreso deberían facilitar la aprobación y aplicación del nuevo acuerdo. De hecho, el líder del equipo negociador, Humberto de la Calle, se ha referido a él como el «mejor acuerdo posible».

Como reconoce este comentario, al final la oposición ha contribuido a fortalecer el acuerdo de paz del país. La mayoría de las preocupaciones que expresaron eran válidas y legítimas; no todos los votantes del «No» eran, como insistieron los del ««, contrarios a la paz.

Aun así, los uribistas siguen oponiéndose al acuerdo, por razones que siguen siendo vagas. Varios opositores destacados, entre ellos el ex candidato presidencial Óscar Iván Zuluaga y el ex fiscal general Alejandro Ordoñez, han propuesto un referéndum para disolver el Congreso y reelegirlo desde cero. Esta acción extrema inhabilitaría al gobierno para aprobar o implementar cualquier acuerdo.

Tal recalcitrancia tiene el aspecto de la politiquería. Con las elecciones parlamentarias y presidenciales que se celebrarán en 2017 y 2018 respectivamente, muchos acusan a los uribistas de secuestrar la paz para apoyar futuras campañas. De hecho, tanto Zuluaga como Ordóñez ya son vistos como precandidatos a la presidencia.

Y así, medio siglo desde que comenzó su guerra civil y dos meses desde el rechazo de la paz en el plebiscito, Colombia sigue luchando por un futuro más pacífico. En sus esperanzas humanas, en sus reveses políticos y en sus progresos vacilantes, es un ejemplo de libro de texto de un país en transición desde el conflicto armado, que muestra cómo la paz puede arraigar -o fracasar- cuando un país lucha contra sí mismo utilizando las armas tanto de la guerra como de la democracia.

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